Allí, en la frontera de lo real, hubo un
muchacho distorsionado por un pensamiento, una idea infundada tiempo atrás con
malicia o sin ella por una fémina, varón o infante ajeno a su tierra. Una idea
que se había arraigado a su mente como un comensal hambriento de codicia del
que no podía salvarse. Era un vil parásito que le hacía enfermar, no física ni
mentalmente, pero aquel muchacho estaba infectado, cualquiera que estuviese en
su sano juicio lo habría notado. Era una idea simple, infinita, pero que provocaba
un desorden en la mentalidad de aquella persona debido a un galimatías interno Era un esbozo letal hecho a partir de una realidad imperceptible para la
mayoría de la humanidad. Dicha idea decía así; los límites de mi lengua son los
límites de mi mundo. Aquel sujeto había aprendido que la verdad nos hace
libres, y ésta era una gran verdad, pero una que, por el contrario, en lugar de
concedérsela le había privado de dicha emancipación humanamente incuestionable.
Una verdad que le había condenado a ser un infeliz encerrado por sus propias
fronteras cimentadas a partir de su ignorancia. Desgraciado fue aquel muchacho
desde que dicha idea entró en su pensamiento y se aferró a él para no soltarse
en la plenitud de su existencia. Él ya creía ser libre hasta entonces, creía
carecer de fronteras y de límites que le marcasen lindes entre ideales y
países. Pero aquella idea le abrió los ojos a la cegadora luz de la cruel
realidad que sobrecoge a los sabios y es ignorada por los venturosos necios;
seguiría teniendo fronteras mientras su lengua constase de ellas. Inmensa es la
población que tiene la fortuna de vivir ajena a esta gran aseveración carente
de perogrulladas — se decía en la soledad de su mente — todo bien y alma entregaría al maligno por ser ingenuo
y descabezado para vivir, feliz, al límite de los confines de todo aquello.
Pero todo aquello ya se había convertido en todo esto y él era prisionero,
nunca podría liberarse de aquella idea que desmontaba todo en lo que creía,
toda convicción y usufructo, dineros e inmuebles que ahora parecían
pertenecientes a un meritorio confrontados con la idea de que no era libre. Y,
aún peor, que el menester de su libertad no se manifestaba debido a dictaduras
y opresiones, si no a su propia persona y mente deshabitada; se debía a que su
lenguaje tenía límites.
Tenía que hacer algo por cambiar
aquello, quería volver a sentirse libre como se había sentido toda su vida, así
que ideó un plan. Cual aventurero cinematográfico que se aventura a descubrir los secretos que el guión le ordena, se propuso conocer la plenitud de palabras que su lengua contenía, así ésta
no tendría límites, y, por consecuente, su mundo tampoco. Le pareció simple, sencillo y efectivo, ¿qué se podía esperar de una confabulación de espejo tan sincera? En el primero de sus intentos por hacer
de la suya una mente sin barreras recopiló la plétora de textos que su hogar
poseía y leyó uno a uno, palabra por palabra, buscando en un desusado glosario todas
aquellas que no comprendía o intentando encontrar alguna acepción más que él
desconociera. Y así, cada día, diez palabras aprendía y nueve olvidaba. Esto es
el progreso — se decía —. Cuantos más libros más libre, cuanto más libre mas
quería. Pero pronto, este joven que ya dejó de ser muchacho entre libros y
librerías vio que a una palabra por día no conseguiría ser libre en lo que le
quedaba de vida. El progreso y el desarrollo eran imposibles si uno seguía
haciendo las cosas como siempre las había hecho. Así pues se dirigió a toda su
vecindad, calle por calle y puerta por puerta, y fue pidiendo de casa en casa
todo ejemplar, tomo y volumen que tuvieran. Poco después su lar se llenó de
decenas de libros, cada uno de los cuales contenía cientos de hojas y, a su vez
miles de palabras. Leía y leía sin descanso y sin demora y cada día aprendía
cien nuevas palabras de las cuales olvidaba noventa. Esto es el progreso — se
repetía —. Pero a diez palabras por día tampoco llegaría a la hora de su muerte
siendo un hombre libre, hombre, que no joven, pues todos los libros de la
vecindad no se leía en un día. Era más fácil dejarlo, por supuesto, más fácil,
pero más triste. Además, por mucho que quisiera parar aquel galimatías no
podía, la idea que se le había soldado cual sablista ya había profundizado
demasiado con los años. Y poco a poco este hombre se encerró en aquella idea,
se fue quedando mudo. Primero callaron los verbos, los que actúan, después toda
clase de sustantivos en compañía desaparecieron, hasta el punto en el que no
estaba permitido mencionar plurales. Ya, exhausto y condenado a no desprenderse
de los límites de su lengua encontró en un curioso libro la llave a todas sus
necesidades, ésta se llamaba “biblioteca”.
No se sabe si se debía a que pertenecía
a una época muy anterior a la nuestra en la que los campesinos experimentaban
el campo y el campo les experimentaba, sin lugar a otra opción de orden en una
jerarquía milimetrada. O a una venidera tal vez, en la que las personas no sabrán del
saber, o, simplemente, no querrán conocer. No lo sé, pero aquel individuo
desconocía lo que era una biblioteca y lo que ésta ofrecía. Según narraba este
ejemplar de viejas hojas paja, una biblioteca era un emplazamiento de culto y
un venero de erudición, por lo que supuso que únicamente allí podría eximirse
de las fronteras que su propio lenguaje le había impuesto. Decidido, este joven
que ya era hombre, se despidió de de su familia, les dijo que se iba, y que
seguramente no volvería. Su madre no se hacía a la idea, lloraba,
lloraba como un cacuy, como un cocodrilo, lloraba por el hijo al que ya había
perdido en sentimiento y que no sobrepasaba la dimensión de una mera existencia. Este muerto en vida caminó y caminó, pero tardó más de lo contado, el caminar se
convertía en parar y éste en descaminar lo encaminado por miedo al fracaso.
Él en redundancia sabía que si volvía nunca descansaría, estaba maldito, condenado a
intentar conseguir lo imposible, si regresaba no alcanzaría su propósito en
vida. No podía desistir en su intento, porque estaba infectado por el
parásito más resistente; una idea. Así que un día, engañado por su propia
inconsciencia, en una de sus caminatas de ida y vuelta, llegó a la biblioteca a
la hora que planeaba escribir el verso del regreso.
Y allí, en la periferia de todas las
lenguas, latían infinitos términos componentes de la ecuación creadora del
mundo existente y otros tantos esperando a ser desnudados por la mente preclara
de un sabio que creara con ellos un nuevo orbe de celulosa. Gastó meses entre
millones de lozanos vocablos y, de esta forma, cada data cursaba mil nuevas
palabras, de las que novecientas eran olvidadas. Esto es el progreso — afirmaba —.
A un ciento de términos por jornada sí que alcanzaría la libertad, el
despojarse de los límites que la decadencia de su lengua le marcaba, antes de
que la muerte lisa y llana le acogiera, o por lo menos, eso ideaba. Mas
transcurrieron los inviernos y los tomos que venían doblaban los que aquel
hombre alcanzaba a leer, la biblioteca se llenaba de éstos con la recursividad
de un círculo vicioso. En aquel lugar y a aquella hora todo era convexo, desayunaba
comía y cenaba polvo, cada amanecer se desvanecían los sueños, aquel ya
veterano no atinaba a lanzar la última sonrisa. Hasta que un día quiso ver la
verdad, no la verdad que le había llevado allí, aquella idea por la que había
dado la mayor parte de los años de su vida pasada, sino la verdad de aquella
verdad. Y ésta era, muy a su pesar, que nunca podría eliminar las fronteras de
su lenguaje por muy grandes que éstas se hicieran y, por tanto, tampoco las de
su mundo. Ya había muerto en vida y ni siquiera lo había notado, el futuro ya
había dejado de ser monopolio de la juventud, entregándola a vocablos y
tecnicismos que le vencieron tiempo atrás en una batalla con menester de
vehemencia. Entonces, practicar el entierro, simular la autopsia o sonreír
tenían el mismo significado. Y cambió, cambió de ideal por dos razones;
aprendió demasiado o sufrió lo suficiente. Llegado ese momento hizo fuerzas de
flaqueza para sentir en su interior la consecuencia de sus años pasados
dedicados a las letras; un sentimiento que se apoderó de sus entrañas, que le
llenó, que reflejó su derrota. No era odio, ni ira, no era frustración ni
hastío, era un sentimiento a flor de piel que constaba de la espiritualidad del
caleidoscopio, era pura ecología, era un auténtico galimatías que se extendía
por cada célula viva o carente de vida de su complexión hasta llegar a su
lengua no bífida, pero sí dividida. Quería expresar lo que sentía, buscaba
insaciable un término que afinara a su emoción, ¿tantos años de trabajo y no
encontraba ningún vocablo para describir qué padecía? Pero decirlo con
palabras era distorsionarlo, era convertir para que fuera suyo aquel
galimatías de estilo directo libre. Luchó y luchó por sonsacar algo a su
pensamiento, por obligar a su boca a pronunciar la palabra buscada, la cual
debía de encontrarse en aquella inmensa biblioteca. Tenía que habitar allí,
escondida, no era posible que aquel establecimiento careciera de ella, pero no
estaba. Y entonces, y solo entonces, comprendió. Es curioso — se dijo — tantas
palabras y, a veces, el diccionario tiene deficiencias. Y, con esta nueva idea,
como un pájaro que no se ve, pero sí el temblor de la rama que acaba de
abandonar, sintió salvadas todas sus penas y tristezas, pasadas y venideras.
Discrepo.
ResponderEliminar¿En qué, si es posible saberlo?
EliminarFallo.
ResponderEliminar¿Es una especie de juego?
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