sábado, 10 de noviembre de 2012

Galimatías


       Allí, en la frontera de lo real, hubo un muchacho distorsionado por un pensamiento, una idea infundada tiempo atrás con malicia o sin ella por una fémina, varón o infante ajeno a su tierra. Una idea que se había arraigado a su mente como un comensal hambriento de codicia del que no podía salvarse. Era un vil parásito que le hacía enfermar, no física ni mentalmente, pero aquel muchacho estaba infectado, cualquiera que estuviese en su sano juicio lo habría notado. Era una idea simple, infinita, pero que provocaba un desorden en la mentalidad de aquella persona debido a un galimatías interno Era un esbozo letal hecho a partir de una realidad imperceptible para la mayoría de la humanidad. Dicha idea decía así; los límites de mi lengua son los límites de mi mundo. Aquel sujeto había aprendido que la verdad nos hace libres, y ésta era una gran verdad, pero una que, por el contrario, en lugar de concedérsela le había privado de dicha emancipación humanamente incuestionable. Una verdad que le había condenado a ser un infeliz encerrado por sus propias fronteras cimentadas a partir de su ignorancia. Desgraciado fue aquel muchacho desde que dicha idea entró en su pensamiento y se aferró a él para no soltarse en la plenitud de su existencia. Él ya creía ser libre hasta entonces, creía carecer de fronteras y de límites que le marcasen lindes entre ideales y países. Pero aquella idea le abrió los ojos a la cegadora luz de la cruel realidad que sobrecoge a los sabios y es ignorada por los venturosos necios; seguiría teniendo fronteras mientras su lengua constase de ellas. Inmensa es la población que tiene la fortuna de vivir ajena a esta gran aseveración carente de perogrulladas — se decía en la soledad de su mente — todo bien y alma entregaría al maligno por ser ingenuo y descabezado para vivir, feliz, al límite de los confines de todo aquello. Pero todo aquello ya se había convertido en todo esto y él era prisionero, nunca podría liberarse de aquella idea que desmontaba todo en lo que creía, toda convicción y usufructo, dineros e inmuebles que ahora parecían pertenecientes a un meritorio confrontados con la idea de que no era libre. Y, aún peor, que el menester de su libertad no se manifestaba debido a dictaduras y opresiones, si no a su propia persona y mente deshabitada; se debía a que su lenguaje tenía límites.

       Tenía que hacer algo por cambiar aquello, quería volver a sentirse libre como se había sentido toda su vida, así que ideó un plan. Cual aventurero cinematográfico que se aventura a descubrir los secretos que el guión le ordena, se propuso conocer la plenitud de palabras que su lengua contenía, así ésta no tendría límites, y, por consecuente, su mundo tampoco. Le pareció simple, sencillo y efectivo, ¿qué se podía esperar de una confabulación de espejo tan sincera? En el primero de sus intentos por hacer de la suya una mente sin barreras recopiló la plétora de textos que su hogar poseía y leyó uno a uno, palabra por palabra, buscando en un desusado glosario todas aquellas que no comprendía o intentando encontrar alguna acepción más que él desconociera. Y así, cada día, diez palabras aprendía y nueve olvidaba. Esto es el progreso  se decía . Cuantos más libros más libre, cuanto más libre mas quería. Pero pronto, este joven que ya dejó de ser muchacho entre libros y librerías vio que a una palabra por día no conseguiría ser libre en lo que le quedaba de vida. El progreso y el desarrollo eran imposibles si uno seguía haciendo las cosas como siempre las había hecho. Así pues se dirigió a toda su vecindad, calle por calle y puerta por puerta, y fue pidiendo de casa en casa todo ejemplar, tomo y volumen que tuvieran. Poco después su lar se llenó de decenas de libros, cada uno de los cuales contenía cientos de hojas y, a su vez miles de palabras. Leía y leía sin descanso y sin demora y cada día aprendía cien nuevas palabras de las cuales olvidaba noventa. Esto es el progreso — se repetía . Pero a diez palabras por día tampoco llegaría a la hora de su muerte siendo un hombre libre, hombre, que no joven, pues todos los libros de la vecindad no se leía en un día. Era más fácil dejarlo, por supuesto, más fácil, pero más triste. Además, por mucho que quisiera parar aquel galimatías no podía, la idea que se le había soldado cual sablista ya había profundizado demasiado con los años. Y poco a poco este hombre se encerró en aquella idea, se fue quedando mudo. Primero callaron los verbos, los que actúan, después toda clase de sustantivos en compañía desaparecieron, hasta el punto en el que no estaba permitido mencionar plurales. Ya, exhausto y condenado a no desprenderse de los límites de su lengua encontró en un curioso libro la llave a todas sus necesidades, ésta se llamaba “biblioteca”.

       No se sabe si se debía a que pertenecía a una época muy anterior a la nuestra en la que los campesinos experimentaban el campo y el campo les experimentaba, sin lugar a otra opción de orden en una jerarquía milimetrada. O a una venidera tal vez, en la que las personas no sabrán del saber, o, simplemente, no querrán conocer. No lo sé, pero aquel individuo desconocía lo que era una biblioteca y lo que ésta ofrecía. Según narraba este ejemplar de viejas hojas paja, una biblioteca era un emplazamiento de culto y un venero de erudición, por lo que supuso que únicamente allí podría eximirse de las fronteras que su propio lenguaje le había impuesto. Decidido, este joven que ya era hombre, se despidió de de su familia, les dijo que se iba, y que seguramente no volvería. Su madre no se hacía a la idea, lloraba, lloraba como un cacuy, como un cocodrilo, lloraba por el hijo al que ya había perdido en sentimiento y que no sobrepasaba la dimensión de  una mera existencia. Este muerto en vida caminó y caminó, pero tardó más de lo contado, el caminar se convertía en parar y éste en descaminar lo encaminado por miedo al fracaso. Él en redundancia sabía que si volvía nunca descansaría, estaba maldito, condenado a intentar conseguir lo imposible, si regresaba no alcanzaría su propósito en vida. No podía desistir en su intento, porque estaba infectado por el parásito más resistente; una idea. Así que un día, engañado por su propia inconsciencia, en una de sus caminatas de ida y vuelta, llegó a la biblioteca a la hora que planeaba escribir el verso del regreso.

       Y allí, en la periferia de todas las lenguas, latían infinitos términos componentes de la ecuación creadora del mundo existente y otros tantos esperando a ser desnudados por la mente preclara de un sabio que creara con ellos un nuevo orbe de celulosa. Gastó meses entre millones de lozanos vocablos y, de esta forma, cada data cursaba mil nuevas palabras, de las que novecientas eran olvidadas. Esto es el progreso — afirmaba . A un ciento de términos por jornada sí que alcanzaría la libertad, el despojarse de los límites que la decadencia de su lengua le marcaba, antes de que la muerte lisa y llana le acogiera, o por lo menos, eso ideaba. Mas transcurrieron los inviernos y los tomos que venían doblaban los que aquel hombre alcanzaba a leer, la biblioteca se llenaba de éstos con la recursividad de un círculo vicioso. En aquel lugar y a aquella hora todo era convexo, desayunaba comía y cenaba polvo, cada amanecer se desvanecían los sueños, aquel ya veterano no atinaba a lanzar la última sonrisa. Hasta que un día quiso ver la verdad, no la verdad que le había llevado allí, aquella idea por la que había dado la mayor parte de los años de su vida pasada, sino la verdad de aquella verdad. Y ésta era, muy a su pesar, que nunca podría eliminar las fronteras de su lenguaje por muy grandes que éstas se hicieran y, por tanto, tampoco las de su mundo. Ya había muerto en vida y ni siquiera lo había notado, el futuro ya había dejado de ser monopolio de la juventud, entregándola a vocablos y tecnicismos que le vencieron tiempo atrás en una batalla con menester de vehemencia. Entonces, practicar el entierro, simular la autopsia o sonreír tenían el mismo significado. Y cambió, cambió de ideal por dos razones; aprendió demasiado o sufrió lo suficiente. Llegado ese momento hizo fuerzas de flaqueza para sentir en su interior la consecuencia de sus años pasados dedicados a las letras; un sentimiento que se apoderó de sus entrañas, que le llenó, que reflejó su derrota. No era odio, ni ira, no era frustración ni hastío, era un sentimiento a flor de piel que constaba de la espiritualidad del caleidoscopio, era pura ecología, era un auténtico galimatías que se extendía por cada célula viva o carente de vida de su complexión hasta llegar a su lengua no bífida, pero sí dividida. Quería expresar lo que sentía, buscaba insaciable un término que afinara a su emoción, ¿tantos años de trabajo y no encontraba ningún vocablo para describir qué padecía? Pero decirlo con palabras era distorsionarlo, era convertir para que fuera suyo aquel galimatías de estilo directo libre. Luchó y luchó por sonsacar algo a su pensamiento, por obligar a su boca a pronunciar la palabra buscada, la cual debía de encontrarse en aquella inmensa biblioteca. Tenía que habitar allí, escondida, no era posible que aquel establecimiento careciera de ella, pero no estaba. Y entonces, y solo entonces, comprendió. Es curioso — se dijo  tantas palabras y, a veces, el diccionario tiene deficiencias. Y, con esta nueva idea, como un pájaro que no se ve, pero sí el temblor de la rama que acaba de abandonar, sintió salvadas todas sus penas y tristezas, pasadas y venideras.

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